Eustavio, el gato, y el cielo
El mar golpeaba en la costa, y un atardecer con ese cielo hecho un incendio, ya había coloreado todo el fondo de la playa de Puntarenas.
Todos en la playa paramos lo que estábamos haciendo para ver, sentir y saborear ese atardecer de octubre a la orilla del mar, en pleno invierno todos habíamos topado con un día de sol hermosísimo e inesperado.
El gato sentado en las rocas que dan al mar meneba el rabo y Eustavio, desde el muelle pensaba en sí mismo como alguien metido en una pobre situación. Hacía un recuento de todo lo que había hecho mal en su vida, hasta empujarse a un día a día, que no quería vivir más.
Llegó una pareja de jóvenes con ropas de colores y un papalote a la orilla del mar, sin darse cuenta quedaron muy cerca de Eustavio, y ella, con su sonrisa adolescente pícara mientras sostenía el papelote de frente al muchacho que la acompañaba:
- Sergio, ninguna cosa llevó a la otra entre nosotros este tiempo, no siento nada por este tiempo que hemos estado saliendo, así que todo romántico terminó antes de empezar.
-Sergio, sostuvo el papalote, calladamente y luego de un suspiro con las dos manos sosteniéndose la espalda dijo: Sí Roberta, entre nosotros no ardió nada... pero pasamos buenos ratos, mejor demos tiempo a que se acomode entre los dos otra vez la amistad. ¿Te parece si volamos el papalote?
-Claro Sergio, ¡vamos!
Y alzaron carrera frente al mar con un cielo incendiado a volar el paplote colorido entre pelícanos...
Eustavio los vio abrazarse y correr sin entender nada. Pensó que ese Sergio no tenía sangre en las venas que debió despreciarla, humillarla, cómo se atrevía a hablarle así a un hombre.
Eustavio no entendió nada de lo que pasó frente a su ojos. Eustavio había sido prepotente toda su vida, obstinado, un mentecato en cuanto al trato con las personas. Ahora estaba solo, decía él... eso significaba sin pareja, sin empleo, viviendo en casa de sus madre, ya muy enferma por la edad y una vida de pobrezas, y aun hoy sentía que la vida debía darle todo mágicamente, que si él había nacido que la vida se solucionara sola. Pero 45 años habían pasado, y esa teoría suya no había dado frutos así...
Eustavio estaba cada vez más frustrado de ver a los amantes fracasados, estaban felices de jugar en la playa con el papalote, frente al atardecer más hermoso imaginado en un invierno en el Pacífico central.
El gato de las rocas veía a los jóvenes con la misma desaprobación de Eustavio. El gato tenía la cara muy inflamada como si hubiera perdido una pelea con algo, o alguien... aunque era blanco tenía las patas del frente y traseras manchadas, como si se hubiera sumergido en una agua cafezusca, o como si se hubiera caído entre piedras, por querer cazar un cangrejo escurridizo. Parecía que llevaba pantalones y unas mangas.
El atardecer se desvanecía y Eustavio era incapaz de ver nada más que su enojo contra su propia vida, contra esa chica que había dicho su verdad, contra aquel chico que lo aceptó y se fue con ella a jugar al papalote, bajo un cielo naranja y lila junto al ruido del mar.
Eustavio, pasados sus cuarenta años, aun creía que las medallas de sus derrotas las debía portar silenciosas, usando como estandarte la ironía... y el desprecio hacia la vida: si la vida no lo ayuda con una mágica solución, entonces él despreciaría a la vida...
Se hacía cada vez más viejo sin entender que su bobería era creer que "La Vida" anda por ahí de vengativa con unos, y dadivosa con otros. En la cabeza de Eustavio "La Vida" lo condecoraba de fracasos, y por eso él cada vez, que podía lanzaba un sarcasmo, aparentemente frío, que no le permitiera ni llorar sus penas, ni celebrar sus ganes...
Eustavio envejecía esa tarde frente al mar y se perdió el mejor atardecer del invierno, por ser incapaz de olvidarse un rato de su propio enredo, que al sol le importaba muy poco, mientras brillaba por todo el cielo.


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