Ella era de ella y nada más
“Tus ojos ni siquiera voltearon hacia mí,
te vi sin que me vieras,
y hablé sin que me oyeras
y toda mi amargura se ahogó dentro de mí”
Bolero, Cien años
La vi ¿y qué hice? Nada, diría para sonar elegante: “Me petrifiqué” pero yo no lo hice por arrojo propio, más bien desde que mi mirada chocó contra ella, en adelante, todo me pasó, sin remedio.
Al verla me encontré, de un momento a otro, con toda mi voluntad comprometida. El autocontrol me alcanzaba, a duras penas, para disimular naturalidad tras de la columna verde que separaba mi pasillo del suyo, mientras aspiraba sigiloso el aire, para retardar aquel encuentro.
Parecía que no era mutuo, pues ella no me veía -nunca lo sabré en realidad- pero todas las señales me aseguraban que no me había visto, gracias a la mampara de concreto, una columna que separaba mi pasillo y el suyo. Todo mi cuerpo en cambio, sí parecía echarla de ver.
Ella movía su rostro pálido de aquí para allá, tras una cortina entreabierta de cabellos castaños, un vaivén lento pero enérgico de cazadora, un rifle que viraba entre ramas delgadísimas, asomaba sus dos cañones de aquí, para allá; hasta caer en una remisa exploración en los estantes de esa tienda.
Para mí el encuentro fue medio previsto, pues por años aguardé este día, pero mi reacción me sobrecogió... Nunca lo imaginé así. Su mirada anduvo por el aposento lleno de ropa de arriba a abajo, buscando algo, sin encontrarme a mí.
Me creí en la mira, desde el primer momento, sin embargo, ella no daba conmigo -¿quería acaso, verme descubierto?- Tampoco lo sabré. No obstante, calmo me rehusé a claudicar del casi cotidiano performance, de qué yo no la iba a buscar para hablarle, si ella no me encontraba primero.
Cuando vine a reconocerla volteé con disimulo, como si cada pantalla en cada casa, tienda, o negocio me señalara con mi subrayada debilidad: ¡El cuerpo crispado!
En cada pared la veía aparecerse, como una película borrosa proyectada desde mis propios ojos. Repentinamente, los estantes se transfiguraron en el pasamanos de unos escalones prolongados, que sucumben un paso antes de acariciar lo infinito. La garganta se me hizo un desierto, y mis asustados pulmones obviaron respirar.
Se me ocurrió irme, pero un torniquete fantasma en los tobillos me convenció de un estribillo inconsolable ¡veinte años no es nada!
Después de tantos empleos, jefes, cursos, miradas, compras, citas, silencios revistiendo su nombre, un ahora gratuito nos cruzaba ahí: en el zutano día y de un mengano lugar.
Antes de ningún contento por toparnos, la duda me zarandeó. ¿Qué escogía ella en el departamento de caballeros? ¿Para quién tanto cuidado en la elección de un “algo - cualquiera”? ¿Por quién la espera? ¿Un regalo, un favor ajeno? Quizá para alguno, quien puede sonreírle a los ojos cuando le venga en gana, sin escaleras imaginarias, ni tangos incompletos.
Un escalofrío allanó mi piel hasta disipar la duda con el desprecio de un gesto facial y un suspiro roto. Allí, permanecí prendido de un traje sombrío por algún tiempo, hasta percibir la mano húmeda de apoyarme en el saco gris. Ella miró hacia unos estantes, exhalé silencioso de alivio. No revoloteó más su mirada en mi aire.
Con la duda puesta en un rincón, mi mente quedó enjuagada de pensamientos: ¿quién era yo? No importaba. Mi nombre, mi familia, el traje urgente para la graduación: no urgía más. ¡Era ella!
Sin darme cuenta tomé unas medias negras tan innecesarias, como el mundo entero fuera de esa tienda. No me percaté de cuándo dejé el traje que quería y alcancé otro departamento, mantuve una distancia retirada. ¡Importuna tanto alejarse de quien no permanece cerca!
“_ Señor, tenemos una nueva colección de corbatas siga hasta el fondo, por favor” dijo la voz nasal del vendedor me frunció el seño; vacilé un "Sí" desprendido.
Evité distraerme. Suspendí todo razonamiento para disfrutarla yendo de un compartimiento a otro, aunque en un minuto se me ahogó el corazón en un solo latido que obstruyó mi garganta.
Eso me hundió hasta la coronilla, en la sensación de aquellos años del bachillerato, un rubor en todo el cuerpo. Aquello era muy diferente: un rubor cálido, una emancipación por todo el cuerpo; un contoneo entre la inmovilización y el impulso de acercarme y besarla, y abrazarla eran otros tiempos.
En definitivo me pasó verla, me pasaba también que ella no me veía por más que me quedara yo en la tienda viendo cuánta ropa de hombre había.
¡Había vivido tantas simplezas para contarle! Sabía versos nuevos, además de preparar comida thai, y el punto culminante de lo que fuera un “nosotros”: Compré hace tres años su carro de ensueño. El de edición limitada, el azul con blanco, ese de aquel anuncio del perfume de la revista, el recorte que ella guardaba en una cajita para comprarlo algún día.
Cuando lo encontré estaba en un parqueo de usados, soportaba el sol y la lluvia bajo un rótulo de “GANGA”, me faltó solo dar brincos de la felicidad, mi mujer nunca entendió el alboroto frente “al carro ese, pasado de moda” ¡Un clásico! - le repetía sonriendo- ¡Un clásico!
Cruzaba un par de pasillos, le tocaba la espalda con un “Hola” grave y luego a conversar: “Pues sí” -le habría dicho al aclarar mi voz hasta que brillara a través de una sonrisa enorme y segura- “fue laborioso encontrarlo, de hecho lo modifiqué, te imaginás, motor verde, para cuidar el medio ambiente; vos sabés, eso siempre me gustó, claro lo hice pintar un poco.”
Sin embargo, no di un paso, guardé silencio, mi seño no era mío, en tanto mi rostro delataba contornos de suspiro. ¿Por qué ella no me veía?
A pesar de ello, me consideraba evidenciado hasta de espaldas, expuesto desde mi más profundo pensamiento: ¿cómo le hablás a alguien si no sabés si estás respirando, o no? La tienda de ropa de hombre se me hacía infinita.
Además, si te atraviesa el cuerpo un rubor que te amarra las rodillas a la fuerza, hasta estirarte entre el entumecimiento absoluto de un lado y un sigiloso movimiento de presa por el otro. ¿Cómo hablás y sentís al mismo tiempo?
Días después de dejar aquel negocio, sin el traje para la opacada graduación, entendí cuál fue el peor de los acontecimientos. No había sido tener las palabras perfectas, el carro y mis versos, eso no fue lo peor: sino tener estos puños tan cerrados. La confusión de apreciarla entre las prendas de un hombre diferente a mí. Esto me puso los puños muy cerrados, cuando los entreabría sólo acaba cerrándolos con más fuerza.
Ahí quedó todo; en el puño izquierdo, que me abotonó los labios, encerré el aire necesario entre la cabeza y la boca para surcir palabras, en algún orden prosaico. Mientras en el puño derecho retuve gotas, innumerables gotas de sudor que quizá libres sean la insuperable cura para los rubores de todo el cuerpo.
Esa interrupción, no pertenecía al dictamen de la mera frivolidad; un mero encadenamiento caprichoso del cuerpo adicto a sentir deseo y quedarse sin hacer nada.
Sin embargo, este hallazgo en la metafísica de mi decimal existencia: ¿a quién importará? Es innominable, por ello heredarlo a los anales de la historia de la humanidad, es difícil, ¿cómo explicar este cuadrado con dos lados? que se sentía al verla.
Cuando la vi partir, sonriente con una bolsa, cuando sus tacones se acercaban a la puerta de vidrio, yo también me acerqué velozmente hasta la puerta de salida, sin darme cuenta cargaba una faja en la mano, al notárseme la intensión de salir, un joven vendedor me detuvo:
Sr. ¿la faja, paga con tarjeta o efectivo?
-Sí, Sí. Respondí al alcanzar la primera visa que salió de mi billetera. -Cóbrese de aquí. Dije sin ver, ocupado en perseguir su rastro entre las tiendas, impávido y en ruinas; sin más a la vuelta de la tienda de accesorios deportivos la perdí... ojalá se devolvieran las estrellas fugaces para decir adiós.
Salí de la tienda entrecerrando los ojos para urdir advertirla a lo lejos, pero sólo quedábamos una bolsa de mano y yo. De regreso a mí mismo revisé la compra y contenía una faja de cuero, una faja que decía reversible en la etiqueta, cuando la saqué, la extendí y tan siquiera era de mi talla, al borde de un suspiro me dije: “acaso cuando tenía veinte años me quedaba esta faja” Esa faja de cuero iluminó mi derrota.
No me ocultaba mi estrategia de permanecer tras una enorme columna verde, darle la espalda con un baño de indiferencia fingida, para que ella viniera por mí.
No. Fue esta barriga sumada a la inflamación de los problemas renales, avancé fuera del circo de mi descalabro, lleno de asombro, por semejante ingenuidad, me llevé ambas manos a la cabeza, para recordar que ahora no tenía cabello, avergonzado de tantas simplicidades sin contemplar; cubrí mi rostro caminando en el parqueo y para rematar; mis dedos se perdieron en una espesa barba descuidada, de la cual mi mujer se había cansado de quejarse, ella extrañaba la piel desnuda como cuando nos conocimos.
¡Qué aplastante verdad! Me sujeté a la faja, para no caer por la revelación, me hallaba muy cerca del maldito carro edición limitada, en medio del parqueo me desplomé sobre el techo del carro azul:
-cuánto me gustabas, soplé en medio de un suspiro ahogado.
Allí por milésimas de segundo me tendí. No lloré, simplemente porque no hizo falta.
Volví a casa en un automático estado, más cercano a la descomposición orgánica que al cansancio.
Los asientos se sentían estrechos, como un traje encogido que nos metemos por la fuerza; la radio desenvainó como una traición la voz de Julie London echándome en caras su “In other words… please be true... ” aceleré, hacia la casa, salir del carro fue descargarme de su estructura ajustada sobre mi cuerpo dilatado, con un portazo resentido.
-Mi amor, - me recibió la esposa, que sonreía- ¿y el traje nuevo? No quise ni verla a los ojos, pero lo hice, también la besé, como en la tienda entrenado para hacer el deber, sonreí como pidiendo disculpas y agregué:
Disculpá, fue un día difícil en el trabajo, salió de no sé cuál cajón una viejo expediente que creímos resuelto. Necesito dormir, pero antes debo ocuparme un poco en la oficina. Mañana iremos a la graduación, conseguiré un buen traje, digno de nuestro hijo. Dormí bien.
Pocas veces, como aquella noche había hecho un monólogo tan marchito con su esposa. No la besó de nuevo, sólo acarició su mejilla, le sonrió forzadamente y pasó por la sala hacia la oficina, caminó a su lado como al de la quinta columna de la tienda.
Sólo supo correr a releer un viejo verso, de Carlos Drumond, oculto no sabía bien en cuál gaveta, las sacó todas y lo encontró: ¿Y ahora José, ahora qué?
Segunda edición, 2024
Primera edición año 2009

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