lunes, 28 de octubre de 2024

Te busco a oscuras

 Te busco a oscuras


Playa de Puntarenas, Costa Rica

A veces a oscuras, solo me queda mi silencio...
En lo oscuro, mi silencio es incapaz de descifrar
la frase que deja tu perfume cuando ya te has ido,
pero todo queda impregnado de tu aroma.

A oscuras, tu perfume es lo opuesto 
a tu fragancia propia,
a esa vital y carnosa sábana de aroma tuyo que solo encuentro encima de tu piel toda.

Cuando me quedo a oscuras,
te extraño como cayendo en picada,
y caigo, y caigo piel abajo...tuya
voy cayendo por entre lo oscuro.

A oscuras oigo tu suspiro, respiro tu perfume, 
miro en rápidas ráfagas a esos ojos tuyos,
a esa piel tuya, y a esa boca tuya... 

Así me pasa,  que a oscuras: de nuevo te encuentro,
de nuevo suspiro, 
de nuevo se me corta la respiración 
de haberte hallado tan tuya en ese trecho oscuro tan mío.




miércoles, 23 de octubre de 2024

Amenaza de invierno (poemas de amor)


Foto Puntarenas, noche de invierno, octubre 2024.

Amenaza de invierno

Claro que no es el frío en la piel,
ni la nube regia de tanta lluvia,
o la nieve que conoceré pronto.

Tampoco los pies fríos bajo la cobija:
La amenaza está en la cara nueva que conocí ayer,
o en el reencuentro fortuito de hoy...
y siendo bien claros:
no está en la cara,
ni en el reencuentro,
apenas en lo nuevo,
en lo fortuito,
en mi egoísmo y su simpleza.

Cuando has sacrificado toda tu novedad,
por vivir conmigo, cada mañana,
para vernos amanecer lado a lado;
Cuando fui yo quien renuncié a lo fortuito
por voluntad propia de sumergirme en vos,
por mi afán inexplicable e intenso
de admirar desde tus movimientos,
hasta tus silencios.

El invierno amenaza cuando quito mi mirada de tu rostro,
amenaza cuando creo en mi infinito egoísmo
que vos y yo, somos más yo que nosotros;
cuando me veo a solas,
y me engaño sintiendo
que mis infidencias son verdades.

El invierno se pasa por las rehendijas,
de olvidar cómo se disfruta
el tiempo al lado tuyo,
el silencio al dorso tuyo,
y los besos por el cuerpo tuyo.

El invierno asoma,
cuando me equivoco viendo la quimera,
mientras le quito el corazón a tu mirada,
solo para guardarlo en cualquier estante,
con el errático fin de dejarlo sin uso,
por un rato.

Amenazaría un invierno
a mi amor maduro de las esperas,
del respeto de tus fronteras
compañeras de las mías,
por encima de mi instinto,
amenazaría un día sin sentido
por ir a perseguir
desbocados laberintos:
tapizados con piel que ya no es joven,
correteando jornadas de sexo imaginario,
que ya tampoco es requisito. 

domingo, 20 de octubre de 2024

Ella era irremediablemente suya

Ella era de ella y nada más 

Foto propia. Punta Uva, Talamanca. Costa Rica


“Tus ojos ni siquiera voltearon hacia mí,
te vi sin que me vieras, 
y hablé sin que me oyeras  
y toda mi amargura se ahogó dentro de mí” 
Bolero, Cien años

La vi ¿y qué hice? Nada, diría para sonar elegante: “Me petrifiqué” pero yo no lo hice por arrojo propio, más bien desde que mi mirada chocó contra ella, en adelante, todo me pasó, sin remedio. 

Al verla me encontré, de un momento a otro, con toda mi voluntad comprometida. El autocontrol me alcanzaba, a duras penas, para disimular naturalidad tras de la columna verde que separaba mi pasillo del suyo, mientras aspiraba sigiloso el aire, para retardar aquel encuentro. 

Parecía que no era mutuo, pues ella no me veía -nunca lo sabré en realidad- pero todas las señales me aseguraban que no me había visto, gracias a la mampara de concreto, una columna que separaba mi pasillo y el suyo. Todo mi cuerpo en cambio, sí parecía echarla de ver.

 Ella movía su rostro pálido de aquí para allá, tras una cortina entreabierta de cabellos castaños, un vaivén lento pero enérgico de cazadora, un rifle que viraba entre ramas delgadísimas, asomaba sus dos cañones de aquí, para allá; hasta caer en una remisa exploración en los estantes de esa tienda. 

Para mí el encuentro fue medio previsto, pues por años aguardé este día, pero mi reacción me sobrecogió... Nunca lo imaginé así. Su mirada anduvo por el aposento lleno de ropa de arriba a abajo, buscando algo, sin encontrarme a mí.

 Me creí en la mira, desde el primer momento, sin embargo, ella no daba conmigo -¿quería acaso, verme descubierto?- Tampoco lo sabré. No obstante, calmo me rehusé a claudicar del casi cotidiano performance, de qué yo no la iba a buscar para hablarle, si ella no me encontraba primero.

Cuando vine a reconocerla volteé con disimulo, como si cada pantalla en cada casa, tienda, o negocio me señalara con mi subrayada debilidad: ¡El cuerpo crispado! 

En cada pared la veía aparecerse, como una película borrosa proyectada desde mis propios ojos. Repentinamente, los estantes se transfiguraron en el pasamanos de unos escalones prolongados, que sucumben un paso antes de acariciar lo infinito. La garganta se me hizo un desierto, y mis asustados pulmones obviaron respirar. 

Se me ocurrió irme, pero un torniquete fantasma en los tobillos me convenció de un estribillo inconsolable ¡veinte años no es nada!

Después de tantos empleos, jefes, cursos, miradas, compras, citas, silencios revistiendo su nombre, un ahora gratuito nos cruzaba ahí: en el zutano día y de un mengano lugar.

Antes de ningún contento por toparnos, la duda me zarandeó. ¿Qué escogía ella en el departamento de caballeros? ¿Para quién tanto cuidado en la elección de un “algo - cualquiera”? ¿Por quién la espera? ¿Un regalo, un favor ajeno? Quizá para alguno, quien puede sonreírle a los ojos cuando le venga en gana, sin escaleras imaginarias, ni tangos incompletos.

 Un escalofrío allanó mi piel hasta disipar la duda con el desprecio de un gesto facial y un suspiro roto. Allí, permanecí prendido de un traje sombrío por algún tiempo, hasta percibir la mano húmeda de apoyarme en el saco gris. Ella miró hacia unos estantes, exhalé silencioso de alivio. No revoloteó más su mirada en mi aire. 

Con la duda puesta en un rincón, mi mente quedó enjuagada de pensamientos: ¿quién era yo? No importaba. Mi nombre, mi familia, el traje urgente para la graduación: no urgía más. ¡Era ella! 

Sin darme cuenta tomé unas medias negras tan innecesarias, como el mundo entero fuera de esa tienda. No me percaté de cuándo dejé el traje que quería y alcancé otro departamento, mantuve una distancia retirada. ¡Importuna tanto alejarse de quien no permanece cerca!

_ Señor, tenemos una nueva colección de corbatas siga hasta el fondo, por favor” dijo la voz nasal del vendedor me frunció el seño; vacilé un "Sí" desprendido. 

Evité distraerme. Suspendí todo razonamiento para disfrutarla yendo de un compartimiento a otro, aunque en un minuto se me ahogó el corazón en un solo latido que obstruyó mi garganta.

Eso me hundió hasta la coronilla, en la sensación de aquellos años del bachillerato, un rubor en todo el cuerpo. Aquello era muy diferente: un rubor cálido, una emancipación por todo el cuerpo; un contoneo entre la inmovilización y el impulso de acercarme y besarla, y abrazarla eran otros tiempos.

En definitivo me pasó verla, me pasaba también que ella no me veía por más que me quedara yo en la tienda viendo cuánta ropa de hombre había. 

¡Había vivido tantas simplezas para contarle! Sabía versos nuevos, además de preparar comida thai, y el punto culminante de lo que fuera un “nosotros”: Compré hace tres años su carro de ensueño. El de edición limitada, el azul con blanco, ese de aquel anuncio del perfume de la revista, el recorte que ella guardaba en una cajita para comprarlo algún día. 

Cuando lo encontré estaba en un parqueo de usados, soportaba el sol y la lluvia bajo un rótulo de “GANGA”, me faltó solo dar brincos de la felicidad, mi mujer nunca entendió el alboroto frente “al carro ese, pasado de moda” ¡Un clásico! - le repetía sonriendo- ¡Un clásico!

Cruzaba un par de pasillos, le tocaba la espalda con un “Hola” grave y luego a conversar: “Pues sí” -le habría dicho al aclarar mi voz hasta que brillara a través de una sonrisa enorme y segura- “fue laborioso encontrarlo, de hecho lo modifiqué, te imaginás, motor verde, para cuidar el medio ambiente; vos sabés, eso siempre me gustó, claro lo hice pintar un poco.” 

Sin embargo, no di un paso, guardé silencio, mi seño no era mío, en tanto mi rostro delataba contornos de suspiro. ¿Por qué ella no me veía? 

A pesar de ello, me consideraba evidenciado hasta de espaldas, expuesto desde mi más profundo pensamiento: ¿cómo le hablás a alguien si no sabés si estás respirando, o no? La tienda de ropa de hombre se me hacía infinita.

Además, si te atraviesa el cuerpo un rubor que te amarra las rodillas a la fuerza, hasta estirarte entre el entumecimiento absoluto de un lado y un sigiloso movimiento de presa por el otro. ¿Cómo hablás y sentís al mismo tiempo?

Días después de dejar aquel negocio, sin el traje para la opacada graduación, entendí cuál fue el peor de los acontecimientos. No había sido tener las palabras perfectas, el carro y mis versos, eso no fue lo peor: sino tener estos puños tan cerrados. La confusión de apreciarla entre las prendas de un hombre diferente a mí. Esto me puso los puños muy cerrados, cuando los entreabría sólo acaba cerrándolos con más fuerza.

Ahí quedó todo; en el puño izquierdo, que me abotonó los labios, encerré el aire necesario entre la cabeza y la boca para surcir palabras, en algún orden prosaico. Mientras en el puño derecho retuve gotas, innumerables gotas de sudor que quizá libres sean la insuperable cura para los rubores de todo el cuerpo. 

Esa interrupción, no pertenecía al dictamen de la mera frivolidad; un mero encadenamiento caprichoso del cuerpo adicto a sentir deseo y quedarse sin hacer nada. 

Sin embargo, este hallazgo en la metafísica de mi decimal existencia: ¿a quién importará? Es innominable, por ello heredarlo a los anales de la historia de la humanidad, es difícil, ¿cómo explicar este cuadrado con dos lados? que se sentía al verla.

Cuando la vi partir, sonriente con una bolsa, cuando sus tacones se acercaban a la puerta de vidrio, yo también me acerqué velozmente hasta la puerta de salida, sin darme cuenta cargaba una faja en la mano, al notárseme la intensión de salir, un joven vendedor me detuvo:

Sr. ¿la faja, paga con tarjeta o efectivo?
-Sí, Sí. Respondí al alcanzar la primera visa que salió de mi billetera. -Cóbrese de aquí. Dije sin ver, ocupado en perseguir su rastro entre las tiendas, impávido y en ruinas; sin más a la vuelta de la tienda de accesorios deportivos la perdí... ojalá se devolvieran las estrellas fugaces para decir adiós.

Salí de la tienda entrecerrando los ojos para urdir advertirla a lo lejos, pero sólo quedábamos una bolsa de mano y yo. De regreso a mí mismo revisé la compra y contenía una faja de cuero, una faja que decía reversible en la etiqueta, cuando la saqué, la extendí y tan siquiera era de mi talla, al borde de un suspiro me dije: “acaso cuando tenía veinte años me quedaba esta faja” Esa faja de cuero iluminó mi derrota. 

No me ocultaba mi estrategia de permanecer tras una enorme columna verde, darle la espalda con un baño de indiferencia fingida, para que ella viniera por mí.

 No. Fue esta barriga sumada a la inflamación de los problemas renales, avancé fuera del circo de mi descalabro, lleno de asombro, por semejante ingenuidad, me llevé ambas manos a la cabeza, para recordar que ahora no tenía cabello, avergonzado de tantas simplicidades sin contemplar; cubrí mi rostro caminando en el parqueo y para rematar; mis dedos se perdieron en una espesa barba descuidada, de la cual mi mujer se había cansado de quejarse, ella extrañaba la piel desnuda como cuando nos conocimos.

 ¡Qué aplastante verdad! Me sujeté a la faja, para no caer por la revelación, me hallaba muy cerca del maldito carro edición limitada, en medio del parqueo me desplomé sobre el techo del carro azul:
-cuánto me gustabas, soplé en medio de un suspiro ahogado. 

Allí por milésimas de segundo me tendí. No lloré, simplemente porque no hizo falta.

Volví a casa en un automático estado, más cercano a la descomposición orgánica que al cansancio.

Los asientos se sentían estrechos, como un traje encogido que nos metemos por la fuerza; la radio desenvainó como una traición la voz de Julie London echándome en caras su “In other words… please be true... ” aceleré, hacia la casa, salir del carro fue descargarme de su estructura ajustada sobre mi cuerpo dilatado, con un portazo resentido.

-Mi amor, - me recibió la esposa, que sonreía- ¿y el traje nuevo? No quise ni verla a los ojos, pero lo hice, también la besé, como en la tienda entrenado para hacer el deber, sonreí como pidiendo disculpas y agregué:

Disculpá, fue un día difícil en el trabajo, salió de no sé cuál cajón una viejo expediente que creímos resuelto. Necesito dormir, pero antes debo ocuparme un poco en la oficina. Mañana iremos a la graduación, conseguiré un buen traje, digno de nuestro hijo. Dormí bien. 

Pocas veces, como aquella noche había hecho un monólogo tan marchito con su esposa. No la besó de nuevo, sólo acarició su mejilla, le sonrió forzadamente y pasó por la sala hacia la oficina, caminó a su lado como al de la quinta columna de la tienda. 

Sólo supo correr a releer un viejo verso, de Carlos Drumond, oculto no sabía bien en cuál gaveta, las sacó todas y lo encontró: ¿Y ahora José, ahora qué?      


Segunda edición, 2024
Primera edición año 2009


miércoles, 16 de octubre de 2024

Me matas y no te excusas (poema en pareja)

Me matas y no te excusas

Foto propia. Una botella en bar de San José. Barrio Escalante.

Me matas cada día, un poco más,

cómo si quisieras verme seca y ausente,
tempranamente rota,
pero marcialmente fiel.

Dices que me matas porque crees en Cristo,
y ves solo en la muerte por sacrificio:
una muestra de amor infinito,
me matas en la cruz de no tenerte,
en la cruz de mi hambre
de no hacer más una sonrisa,
a cuatro filas de dientes,
contra la tarde que muere.

Me vas moliendo la vida,
con el gesto ambiguo
de nunca más sonreírme,
de nunca más besarme,
pero nunca, nunca más soltarme.

Y yo te miro irte,
darme la espalda, esa espalda
inalcanzablemente tuya,
¡ni tuya, ni de nadie!
me das el polvo para respirar,
me regalas la muerte así:
envasada con cristales multicolor,
cuando te vas así, tan libre vos,
y a mí me dejás aquí con la casa cerrada,
las llaves golpean tus caderas
abiertas por los caminos
a dónde yo no he sabido yo misma irme a ser libre.

martes, 15 de octubre de 2024

Ceremonias del desencuentro

 Ceremonias del desencuentro


Tarjeta postal, edificio antiguo de la Biblioteca Nacional, Costa Rica

Aló, mamá!, voy para la Biblioteca Nacional, nunca sé qué hacer cuándo vuelvo, pero ahí pienso y me oriento, luego te aviso qué decidí. La biblioteca es un refugio. Chao.

Colgó el teléfono con ropas de domingo, en lunes; listo para caminar confuso hacia la Biblioteca Nacional suspiraba mientras se repetía amarrando las agujetas de los tennis, mientras se apretaba los pies, y se constreñía el temperamento en un sitio de él; que no alcanzaba a localizar, pero sí a sentir: ¡No importa cuánto me hidrate, ni cuantas veces regrese  el jet lag me estremece  las sienes, de qué sirve hacerse viejo Felipe, de qué, si no sabes para que te la pasas volviendo a este país? Salió a revolverse con la gente, que salía para el trabajo en San José.

En un lunes de trabajo, a las 6AM, los labios de una mujer que sonríen con satisfacción estremecida;  entre la luz roja y verde del peatonal camino al Parque Nacional, pasa desapercibida entre una lluvia de zapateos mañaneros apresurados, el concreto, los motores, el humo  y un hombre confuso que sale a caminar, con zapatos de correr.  

Silenciosamente, ella pensaba: -Hoy termino pruebas de grado. Este lunes me lo ha parido el tiempo para terminar las pendientes. Eran las 6:05 cuando veía el reloj del celular, lista para contar las horas de ese día: “Te felicito desde ahora, celebramos en la noche” Entró un mensaje de Rubén, emocionado. 

Felipe avanzaba con su cuerpo pesado frente a los muros grafiteados del Cine Magaly,  con la pegajosa sensación de dudas, de desconcierto, de no saber qué hacía volviendo una vez cada dos años a un país en el que se negó firmemente a tener una familia, una carrera, un hijo, una compañera ya tenía una esposa ahora, y nunca necesitó hablar más de Corelia. Ineludiblemente llegaba a este nombre en medio del Jet Lag. El último síntoma del Jet Lag era Corelia, Corelia la que no hablaba hacía más de 10 años, la que pudo haber muerto, la que tuvo el cabello café, la de la mirada penetrante y negrísima. Siempre se veían en la Biblioteca Nacional a la salida de la universidad.

-¡Tonterías! Se había prometido enérgico, la primera vez que volvió al país: -No voy por Corelia, yo voy porque me gustó la Biblioteca Nacional siempre; me gustó antes de Corelia, y después; me sigue gustando;  por qué habría yo de dejar de leer Sabines y Juan Marsé. No. 

Así, desde entonces era automático quedarse en el apartamento del abuelo a la vuelta del Parque Nacional los primeros días de arribo; para empezar con la visita en la biblioteca, fuera a leer un poema de Sabines, o algún artículo de Juan Marsé, o a quedarse solo, en una mesa de estudio sin más que hacer que sumirse en un silencio placentero, cálido, un silencio omo un viejo conocido amable.

Ella avanzaba, sintiendo la brisa fresca en la piel blanca, ahora frente a la Biblioteca Nacional el rótulo decía 129 Aniversario, le quedaba un año para el 130, y se preguntaba -¿Cuántas ideas inusitadas habrán surgido de sus mesas aparentemente silenciosas?  

Ese día, ella cruzó el paso peatonal del Parque Nacional, y se detuvo en frente a la Biblioteca "cerrada por remodelación"; saboreando sus imaginaciones de incontables historias humanas cruzadas entre mesa, silla, y página de un recinto rebosante, con un vacío que de vacío no tiene nada. 

Ella caminó lentamente por fuera de la biblioteca saboreando cada aposento; sus ojos iban de dintel, en dintel explorando las ventanas enrejadas en oval, el tiempo paraba cuando ella observaba, ni el ensordecedor silbido del tren azotando sobre el puente paralelo al costado norte de la biblioteca en plena agitación mañanera se oía. Felipe empezó la carrera al dar la vuelta a la cuadra en el Parque Nacional, quiso correr para aplacar la ansiedad innecesaria de volver sobre sus pasos bianuales.

Complacida de terminar la observación, el corazón le vibraba de pensar en las vidas secretas de todos nosotros: los desconocidos de la humanidad que podía haber ennesos libros, deseaba que no fuera una quijotada la existencia de seres humanos que aun desean vivir apasionadamente. 

Terminaba de atravesar el parque, Felipe jadeaba sin aire, su piel blanca no sudaba, y la garganta se cocinaba de sed, en ayunas. - ¡Qué locura, me estoy ahogando, no puedo correr ni dos cuadras, qué me pasa! Pensó con el sentimiento abultado de culpa que sentía perennemente al regresar, siempre y cuando estuviera solo, sin su familia, ni testigos, ni los amigos de negocios... ese sentimiento honesto de insatisfacción que cuidadosamente no pintaba en el Facebook, ni en los estados del whatsap.  Instagram no tenía eso era para jóvenes. La culpa era por haberse ido, la culpa era por regresar.

Ya en el paso peatonal, un camión repartidor de panes invadió el carril izquierdo a toda velocidad, para atravesarse al paso de los autobuses en el carril que daba una vuelta prohibida y pasar bajo el puente del ala norte de la Biblioteca, el sol no salía ese día, se mantenía gris el cielo, solo había una brisa fría; que se sobresaltó cuando el claxon del camión y los frenazos de los buses hicieron correr a un no vidente que cruzaba bajo el puente del tren, en el ala norte del edificio que guardaba una institución de 129 años de edad. Maldiciones llenaron el ambiente, algunos se quedaron quietos, otros solo se percataron del retraso que tenían por la maniobra peligrosa del repartidor de pan.    

Ella respiró profundamente, los frenazos sonaron demasiado cerca, la sacaron de su trance, y se enteró que había subido varios escalones hacia las puertas de la biblioteca, mientras la observaba hipnotizada imaginando historias... como reacción instintiva, para alejarse de los frenos arrastrados por el asfalto, aun húmedo de las lluvias de la noche anterior. Ella descendió cuidadosamente, para empezar a subir la cuadra de la biblioteca hacia la estación del tren. 

Felipe cruzó la calle y se decía: 

- El tránsito, es lo que más molesta al volver, nadie respeta nada, ni la vida humana; y no lo disimulan ni al volante. 

Malhumorado cruzó a la Biblioteca Nacional, su mirada se fijó en las gradas, un cuerpo femenino descendía cuidadosamente, hacía tiempo no sentía ese silencio al mirar a alguien de lejos.  

Mientras los almanaques escondidos en las oficinas llevaban cuentas del tiempo transcurrido entre dos soles parecidos; pero lejanos e insustituibles uno por otro, ella continuó su camino, él cruzo la calle. 

Él la volvió a ver; la veía penetrantemente, ninguno llevaba calendarios para saber contar el tiempo transcurrido. Ella lo miró, sintió una familiaridad comprometedora que la hizo detenerse, de repente no transcurría ningún tiempo. Él la miró ,seguro que iba a entrar a la Biblioteca Nacional y cómo él, se había quedado afuera por remodelación. 

Las miradas mutuas los silenciaron por dentro, no había angustias, ni ilusiones. ¿La alegría sería un silencio vaciado del tiempo? ¿Un silencio, como el del tronco de un árbol, con hojas que jamás podrían mecerse y cantar, sin el tácito tronco; humilde y adyacente? ?Será eso la felicidad?

No hubo acciones en ninguno de ellos apenas estos segundos sin saludarse,  pero una acción de esas más allá de lo transitivo, de lo intransitivo, una suerte de acción copulante, jamás copulativa. 

Ella miró ese cabello negro, y las entradas pronunciadas, como recordando aquellos hombres altos de negros cabellos que la habían estremecido en el pasado, ¿quién era él? Se acercó tímida, confiada; con la piel eriza, se acercó para besar su mejilla y un aroma la detuvo, ¿era ese aroma copulante?. 

El silencio se rompió, con la pregunta de ella: ¿Nos conocemos? 

– Así desfloró un silencio en otro silencio, como una duda enmascarada en pregunta. La pregunta fue estridente, quién era esta mujer que se acercaba hasta casi besarme la mejilla blanca, con un perfume dulce y fresco para retirarse con una pregunta, que pertenecía a alguien más...

¿Nos conocemos? Le había dicho Corelia cuando aun sabiendo que eran compañeros de curso, quería su respuesta.

-¿Hace cuánto fue? Dijo él, en una oración que ninguno requirió concluir. Como una proposición inconclusa.

-¿Tres años, dos, cuatro?  Dijo ella.

Ninguna respuesta era necesaria, estaban viejos para esos juegos, el tiempo parecía un conjunto vacío. ¡Qué más daba el tiempo transcurrido si nadie portaba calendarios! 

- ¿Cuándo fue la última vez?, preguntó ella con una sonrisa pícara ¡Ah Corelia,  esa dramática farsante: la última vez! La última vez quedaba desmentida con la cotidianidad de este tropiezo. Cuando el final, se vuelve en finales, con plural, son  interrupciones con antifaz, apenas un cambio de página. 

La piel de ella era tan blanca, el perfume se sentía tan cálido en las manos que no la tocaban. La joven se incomodaba por el silencio y la mirada del hombre.

- ¿Por qué me mira este tipo, bañándome con una calidez  tan inesperada, por qué me recuerda tanto a Juan, un poco más viejo? Nunca supe más nada de Juan, ¡ah Juan! suspiró al pensar en Juan.

Entonces miró fijamente, pero ya no estaba ahí sino que  pensaba  por dónde tocarle con una piel de cientos de miles de páginas tatuadas a Juan, que nunca terminaría de recorrer. Se sofocó súbitamente, pensando en Juan... ella lo había dejado sin despedirse en el aeropuerto al sur del país, era muy joven, su mirada se constreñía ahora.  

Mientras Felipe, pensaba que era ella, que lo había reconocido, por eso su mirada lo veía fijamente, Felipe aprendía que no le alcanzan el tacto, ni la mirada de una vida entera para decirle a Corelia nada, pero tampoco podía irse. - ¿Y si lo intentara ahora, y si la llamara por su nombre y si fuéramos felices? Se preguntó. 

-Habían pasado muchos años desde Juan. La mirada es más cálida, pero sus manos son pesadas y meditabundas, siempre dije que por las manos se conoce a un hombre, pero  debo irme. Mi memoria que es sabia, sabrá olvidar esto para dejarme sola y nueva; hasta que venga otro día como hoy, que será otro día distinto y parecido. Con otra falsa última vez, de acordarme de Juan.


Ella derramó las yemas de sus manos deseosas de contacto por la  línea de sus hombros, él sonrío callado con sus labios delgados y la manzana de adán estremecida, ella descendió por sus brazos hasta el codo: ¡Parecemos tanto los mismos! Se dijeron para sí mismos. Aunque ahora, en este encuentro no había preguntas subterráneas, era más lo que no se dice.

En realidad no quería saber nada de Juan, pero me agita desearlo tanto. Pensó ella.

Corelia, con su cabello teñido de rojo, la miraba él desde sus dos metros de altura, siempre lo prefería llevar caoba, ¿cuándo habría cambiado esto, sería después de mi matrimonio?  

Llegó el tren de las 6:30 AM el silbido hizo estridencias sobre el puente del ala norte al pasar, ella lo miró de nuevo, sacó su teléfono del bolsillo, era tarde ahora. Percibió su aroma. Casi olvidable. – Mi matrimonio, se repitió insondablemente Felipe. 

Fue implacable el tiempo como siempre, ella sintió una rigidez de urgencia, de no querer sentarse a su lado a ver pasar ni ese, ni ningún día. Le bañó una alegría distinta, más plena que la brisa fresca: era el tiempo transcurrido. Él se sintió apenado por su mujer, bajó la mirada hacia la acerca fría. Ella sonrió con sus ojos brillantes llenitos de descubrimiento: el manifiesto tercero en ese encuentro, que le revolvía los cabellos, era el tiempo transcurrido. 

Él entendió que los días pasan sin volver, que se habita solo una vez cada vez, en cada día. La biblioteca estaba cerrada, la remodelarían, con todo y sus artículos de Marsé y poemas releídos mil veces de Sabines, ya ningún libro nunca sería el mismo. Ni Corelia. ¿ Era eso el misterio de la eternidad que arrastra consigo la libertad, la paz  y el último de los finales inaudibles? ¡Corelia no regresaría, al saber eso, la miró y quiso llorar por todos los ojos, de todos los días transcurridos! 

Ella lo miró, supo que él la recordaba, por eso ella lo recordó a él; así comprendió cuánto se habían olvidado. – ¿Debería llorar, ahora, se preguntó?  -Lo sé, no puedo llorar ni una lágrima, esta historia está muy seca, a Juan lo lloré por noches sin descanso, y ahora que lo veo: estoy seca.  

Felipe sin mirarla había dejado de sentirla, de sentirse. –Disculpe señorita, dijo angustiado y sonrojadísimo. –No hay cuidado repitió ella, comprensible y sentida; ya sin ninguna sonrisa en el rostro. Habían vivido los instantes, se pasaron de lado, sin sonrisa; sin nombres; y con ellos ese lunes se moriría, irrepetible y solo. -Me prometo no ver nunca más a Corelia, se repetía Felipe. Mientras ella se alejaba segura de que sería capaz de olvidar a Juan y celebrar con Rubén esta noche.

Texto suelto escrito en 2015






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