Comparto poemas de amor, de lo cotidiano, de muerte, de esperas e ilusiones... ¡Qué sigamos leyendo!
lunes, 28 de octubre de 2024
Te busco a oscuras
miércoles, 23 de octubre de 2024
Amenaza de invierno (poemas de amor)
Amenaza de invierno
Claro que no es el frío en la piel,ni la nube regia de tanta lluvia,
o la nieve que conoceré pronto.
Tampoco los pies fríos bajo la cobija:
La amenaza está en la cara nueva que conocí ayer,
o en el reencuentro fortuito de hoy...
y siendo bien claros:
no está en la cara,
ni en el reencuentro,
apenas en lo nuevo,
en lo fortuito,
en mi egoísmo y su simpleza.
Cuando has sacrificado toda tu novedad,
por vivir conmigo, cada mañana,
para vernos amanecer lado a lado;
Cuando fui yo quien renuncié a lo fortuito
por voluntad propia de sumergirme en vos,
por mi afán inexplicable e intenso
de admirar desde tus movimientos,
hasta tus silencios.
El invierno amenaza cuando quito mi mirada de tu rostro,
amenaza cuando creo en mi infinito egoísmo
que vos y yo, somos más yo que nosotros;
cuando me veo a solas,
y me engaño sintiendo
que mis infidencias son verdades.
El invierno se pasa por las rehendijas,
de olvidar cómo se disfruta
el tiempo al lado tuyo,
el silencio al dorso tuyo,
y los besos por el cuerpo tuyo.
El invierno asoma,
cuando me equivoco viendo la quimera,
mientras le quito el corazón a tu mirada,
solo para guardarlo en cualquier estante,
con el errático fin de dejarlo sin uso,
por un rato.
Amenazaría un invierno
a mi amor maduro de las esperas,
del respeto de tus fronteras
compañeras de las mías,
por encima de mi instinto,
amenazaría un día sin sentido
por ir a perseguir
desbocados laberintos:
tapizados con piel que ya no es joven,
correteando jornadas de sexo imaginario,
que ya tampoco es requisito.
domingo, 20 de octubre de 2024
Ella era irremediablemente suya
Ella era de ella y nada más
miércoles, 16 de octubre de 2024
Me matas y no te excusas (poema en pareja)
Me matas y no te excusas
Me matas cada día, un poco más,
cómo si quisieras verme seca y ausente,tempranamente rota,
pero marcialmente fiel.
Dices que me matas porque crees en Cristo,
y ves solo en la muerte por sacrificio:
una muestra de amor infinito,
me matas en la cruz de no tenerte,
en la cruz de mi hambre
de no hacer más una sonrisa,
a cuatro filas de dientes,
contra la tarde que muere.
Me vas moliendo la vida,
con el gesto ambiguo
de nunca más sonreírme,
de nunca más besarme,
pero nunca, nunca más soltarme.
Y yo te miro irte,
darme la espalda, esa espalda
inalcanzablemente tuya,
¡ni tuya, ni de nadie!
me das el polvo para respirar,
me regalas la muerte así:
envasada con cristales multicolor,
cuando te vas así, tan libre vos,
y a mí me dejás aquí con la casa cerrada,
las llaves golpean tus caderas
abiertas por los caminos
a dónde yo no he sabido yo misma irme a ser libre.
martes, 15 de octubre de 2024
Ceremonias del desencuentro
Ceremonias del desencuentro
Tarjeta postal, edificio antiguo de la Biblioteca Nacional, Costa Rica
-¡Aló, mamá!, voy para la Biblioteca Nacional, nunca sé qué hacer cuándo vuelvo, pero ahí pienso y me oriento, luego te aviso qué decidí. La biblioteca es un refugio. Chao.
Colgó el teléfono con ropas de domingo, en lunes; listo para caminar confuso hacia la Biblioteca Nacional suspiraba mientras se repetía amarrando las agujetas de los tennis, mientras se apretaba los pies, y se constreñía el temperamento en un sitio de él; que no alcanzaba a localizar, pero sí a sentir: ¡No importa cuánto me hidrate, ni cuantas veces regrese el jet lag me estremece las sienes, de qué sirve hacerse viejo Felipe, de qué, si no sabes para que te la pasas volviendo a este país? Salió a revolverse con la gente, que salía para el trabajo en San José.
En un lunes de trabajo, a las 6AM, los labios de una mujer que sonríen con satisfacción estremecida; entre la luz roja y verde del peatonal camino al Parque Nacional, pasa desapercibida entre una lluvia de zapateos mañaneros apresurados, el concreto, los motores, el humo y un hombre confuso que sale a caminar, con zapatos de correr.
Silenciosamente, ella pensaba: -Hoy termino pruebas de grado. Este lunes me lo ha parido el tiempo para terminar las pendientes. Eran las 6:05 cuando veía el reloj del celular, lista para contar las horas de ese día: “Te felicito desde ahora, celebramos en la noche” Entró un mensaje de Rubén, emocionado.
Felipe avanzaba con su cuerpo pesado frente a los muros grafiteados del Cine Magaly, con la pegajosa sensación de dudas, de desconcierto, de no saber qué hacía volviendo una vez cada dos años a un país en el que se negó firmemente a tener una familia, una carrera, un hijo, una compañera ya tenía una esposa ahora, y nunca necesitó hablar más de Corelia. Ineludiblemente llegaba a este nombre en medio del Jet Lag. El último síntoma del Jet Lag era Corelia, Corelia la que no hablaba hacía más de 10 años, la que pudo haber muerto, la que tuvo el cabello café, la de la mirada penetrante y negrísima. Siempre se veían en la Biblioteca Nacional a la salida de la universidad.
-¡Tonterías! Se había prometido enérgico, la primera vez que volvió al país: -No voy por Corelia, yo voy porque me gustó la Biblioteca Nacional siempre; me gustó antes de Corelia, y después; me sigue gustando; por qué habría yo de dejar de leer Sabines y Juan Marsé. No.
Así, desde entonces era automático quedarse en el apartamento del abuelo a la vuelta del Parque Nacional los primeros días de arribo; para empezar con la visita en la biblioteca, fuera a leer un poema de Sabines, o algún artículo de Juan Marsé, o a quedarse solo, en una mesa de estudio sin más que hacer que sumirse en un silencio placentero, cálido, un silencio omo un viejo conocido amable.
Ella avanzaba, sintiendo la brisa fresca en la piel blanca, ahora frente a la Biblioteca Nacional el rótulo decía 129 Aniversario, le quedaba un año para el 130, y se preguntaba -¿Cuántas ideas inusitadas habrán surgido de sus mesas aparentemente silenciosas?
Ese día, ella cruzó el paso peatonal del Parque Nacional, y se detuvo en frente a la Biblioteca "cerrada por remodelación"; saboreando sus imaginaciones de incontables historias humanas cruzadas entre mesa, silla, y página de un recinto rebosante, con un vacío que de vacío no tiene nada.
Ella caminó lentamente por fuera de la biblioteca saboreando cada aposento; sus ojos iban de dintel, en dintel explorando las ventanas enrejadas en oval, el tiempo paraba cuando ella observaba, ni el ensordecedor silbido del tren azotando sobre el puente paralelo al costado norte de la biblioteca en plena agitación mañanera se oía. Felipe empezó la carrera al dar la vuelta a la cuadra en el Parque Nacional, quiso correr para aplacar la ansiedad innecesaria de volver sobre sus pasos bianuales.
Complacida de terminar la observación, el corazón le vibraba de pensar en las vidas secretas de todos nosotros: los desconocidos de la humanidad que podía haber ennesos libros, deseaba que no fuera una quijotada la existencia de seres humanos que aun desean vivir apasionadamente.
Terminaba de atravesar el parque, Felipe jadeaba sin aire, su piel blanca no sudaba, y la garganta se cocinaba de sed, en ayunas. - ¡Qué locura, me estoy ahogando, no puedo correr ni dos cuadras, qué me pasa! Pensó con el sentimiento abultado de culpa que sentía perennemente al regresar, siempre y cuando estuviera solo, sin su familia, ni testigos, ni los amigos de negocios... ese sentimiento honesto de insatisfacción que cuidadosamente no pintaba en el Facebook, ni en los estados del whatsap. Instagram no tenía eso era para jóvenes. La culpa era por haberse ido, la culpa era por regresar.
Ya en el paso peatonal, un camión repartidor de panes invadió el carril izquierdo a toda velocidad, para atravesarse al paso de los autobuses en el carril que daba una vuelta prohibida y pasar bajo el puente del ala norte de la Biblioteca, el sol no salía ese día, se mantenía gris el cielo, solo había una brisa fría; que se sobresaltó cuando el claxon del camión y los frenazos de los buses hicieron correr a un no vidente que cruzaba bajo el puente del tren, en el ala norte del edificio que guardaba una institución de 129 años de edad. Maldiciones llenaron el ambiente, algunos se quedaron quietos, otros solo se percataron del retraso que tenían por la maniobra peligrosa del repartidor de pan.
Ella respiró profundamente, los frenazos sonaron demasiado cerca, la sacaron de su trance, y se enteró que había subido varios escalones hacia las puertas de la biblioteca, mientras la observaba hipnotizada imaginando historias... como reacción instintiva, para alejarse de los frenos arrastrados por el asfalto, aun húmedo de las lluvias de la noche anterior. Ella descendió cuidadosamente, para empezar a subir la cuadra de la biblioteca hacia la estación del tren.
Felipe cruzó la calle y se decía:
- El tránsito, es lo que más molesta al volver, nadie respeta nada, ni la vida humana; y no lo disimulan ni al volante.
Malhumorado cruzó a la Biblioteca Nacional, su mirada se fijó en las gradas, un cuerpo femenino descendía cuidadosamente, hacía tiempo no sentía ese silencio al mirar a alguien de lejos.
Mientras los almanaques escondidos en las oficinas llevaban cuentas del tiempo transcurrido entre dos soles parecidos; pero lejanos e insustituibles uno por otro, ella continuó su camino, él cruzo la calle.
Él la volvió a ver; la veía penetrantemente, ninguno llevaba calendarios para saber contar el tiempo transcurrido. Ella lo miró, sintió una familiaridad comprometedora que la hizo detenerse, de repente no transcurría ningún tiempo. Él la miró ,seguro que iba a entrar a la Biblioteca Nacional y cómo él, se había quedado afuera por remodelación.
Las miradas mutuas los silenciaron por dentro, no había angustias, ni ilusiones. ¿La alegría sería un silencio vaciado del tiempo? ¿Un silencio, como el del tronco de un árbol, con hojas que jamás podrían mecerse y cantar, sin el tácito tronco; humilde y adyacente? ?Será eso la felicidad?
No hubo acciones en ninguno de ellos apenas estos segundos sin saludarse, pero una acción de esas más allá de lo transitivo, de lo intransitivo, una suerte de acción copulante, jamás copulativa.
Ella miró ese cabello negro, y las entradas pronunciadas, como recordando aquellos hombres altos de negros cabellos que la habían estremecido en el pasado, ¿quién era él? Se acercó tímida, confiada; con la piel eriza, se acercó para besar su mejilla y un aroma la detuvo, ¿era ese aroma copulante?.
El silencio se rompió, con la pregunta de ella: ¿Nos conocemos?
– Así desfloró un silencio en otro silencio, como una duda enmascarada en pregunta. La pregunta fue estridente, quién era esta mujer que se acercaba hasta casi besarme la mejilla blanca, con un perfume dulce y fresco para retirarse con una pregunta, que pertenecía a alguien más...
¿Nos conocemos? Le había dicho Corelia cuando aun sabiendo que eran compañeros de curso, quería su respuesta.
-¿Hace cuánto fue? Dijo él, en una oración que ninguno requirió concluir. Como una proposición inconclusa.
-¿Tres años, dos, cuatro? Dijo ella.
Ninguna respuesta era necesaria, estaban viejos para esos juegos, el tiempo parecía un conjunto vacío. ¡Qué más daba el tiempo transcurrido si nadie portaba calendarios!
- ¿Cuándo fue la última vez?, preguntó ella con una sonrisa pícara ¡Ah Corelia, esa dramática farsante: la última vez! La última vez quedaba desmentida con la cotidianidad de este tropiezo. Cuando el final, se vuelve en finales, con plural, son interrupciones con antifaz, apenas un cambio de página.
La piel de ella era tan blanca, el perfume se sentía tan cálido en las manos que no la tocaban. La joven se incomodaba por el silencio y la mirada del hombre.
- ¿Por qué me mira este tipo, bañándome con una calidez tan inesperada, por qué me recuerda tanto a Juan, un poco más viejo? Nunca supe más nada de Juan, ¡ah Juan! suspiró al pensar en Juan.
Entonces miró fijamente, pero ya no estaba ahí sino que pensaba por dónde tocarle con una piel de cientos de miles de páginas tatuadas a Juan, que nunca terminaría de recorrer. Se sofocó súbitamente, pensando en Juan... ella lo había dejado sin despedirse en el aeropuerto al sur del país, era muy joven, su mirada se constreñía ahora.
Mientras Felipe, pensaba que era ella, que lo había reconocido, por eso su mirada lo veía fijamente, Felipe aprendía que no le alcanzan el tacto, ni la mirada de una vida entera para decirle a Corelia nada, pero tampoco podía irse. - ¿Y si lo intentara ahora, y si la llamara por su nombre y si fuéramos felices? Se preguntó.
-Habían pasado muchos años desde Juan. La mirada es más cálida, pero sus manos son pesadas y meditabundas, siempre dije que por las manos se conoce a un hombre, pero debo irme. Mi memoria que es sabia, sabrá olvidar esto para dejarme sola y nueva; hasta que venga otro día como hoy, que será otro día distinto y parecido. Con otra falsa última vez, de acordarme de Juan.
Ella derramó las yemas de sus manos deseosas de contacto por la línea de sus hombros, él sonrío callado con sus labios delgados y la manzana de adán estremecida, ella descendió por sus brazos hasta el codo: ¡Parecemos tanto los mismos! Se dijeron para sí mismos. Aunque ahora, en este encuentro no había preguntas subterráneas, era más lo que no se dice.
En realidad no quería saber nada de Juan, pero me agita desearlo tanto. Pensó ella.
Corelia, con su cabello teñido de rojo, la miraba él desde sus dos metros de altura, siempre lo prefería llevar caoba, ¿cuándo habría cambiado esto, sería después de mi matrimonio?
Llegó el tren de las 6:30 AM el silbido hizo estridencias sobre el puente del ala norte al pasar, ella lo miró de nuevo, sacó su teléfono del bolsillo, era tarde ahora. Percibió su aroma. Casi olvidable. – Mi matrimonio, se repitió insondablemente Felipe.
Fue implacable el tiempo como siempre, ella sintió una rigidez de urgencia, de no querer sentarse a su lado a ver pasar ni ese, ni ningún día. Le bañó una alegría distinta, más plena que la brisa fresca: era el tiempo transcurrido. Él se sintió apenado por su mujer, bajó la mirada hacia la acerca fría. Ella sonrió con sus ojos brillantes llenitos de descubrimiento: el manifiesto tercero en ese encuentro, que le revolvía los cabellos, era el tiempo transcurrido.
Él entendió que los días pasan sin volver, que se habita solo una vez cada vez, en cada día. La biblioteca estaba cerrada, la remodelarían, con todo y sus artículos de Marsé y poemas releídos mil veces de Sabines, ya ningún libro nunca sería el mismo. Ni Corelia. ¿ Era eso el misterio de la eternidad que arrastra consigo la libertad, la paz y el último de los finales inaudibles? ¡Corelia no regresaría, al saber eso, la miró y quiso llorar por todos los ojos, de todos los días transcurridos!
Ella lo miró, supo que él la recordaba, por eso ella lo recordó a él; así comprendió cuánto se habían olvidado. – ¿Debería llorar, ahora, se preguntó? -Lo sé, no puedo llorar ni una lágrima, esta historia está muy seca, a Juan lo lloré por noches sin descanso, y ahora que lo veo: estoy seca.
Felipe sin mirarla había dejado de sentirla, de sentirse. –Disculpe señorita, dijo angustiado y sonrojadísimo. –No hay cuidado repitió ella, comprensible y sentida; ya sin ninguna sonrisa en el rostro. Habían vivido los instantes, se pasaron de lado, sin sonrisa; sin nombres; y con ellos ese lunes se moriría, irrepetible y solo. -Me prometo no ver nunca más a Corelia, se repetía Felipe. Mientras ella se alejaba segura de que sería capaz de olvidar a Juan y celebrar con Rubén esta noche.
Texto suelto escrito en 2015
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Esta entrada tiene el primer poema que aparece en mi Instagram @elenatomilloa para quién quiera leerlo completo, y no por partecitas, ...




